martes, 21 de junio de 2011

EL GRAN MARISCAL DE FRANCIA PETAIN



Me gustaría rendir un modesto homenaje a quien en plena senectud fue llamado para rendir un postrer servicio a la patria en el trance más difícil, tras la ocupación del país y la huída de los responsables de su ruina que no dudaron en poner todo un canal por medio eludiendo sus responsabilidades. El héroe de Verdún, el hombre más grande que ha dado Francia desde Napoleón, acudió a la llamada del deber y salvó de la ocupación a una parte del país mientras contemporizaba con el invasor facilitando en lo posible las cosas a los mal llamados aliados. Hoy se antoja un gigante frente al enano De Gaulle. Sin responsabilidad en la guerra, se vio elevado a la Jefatura de la nación donde firmó el armisticio que salvó parte de Francia y mantuvo la flota cuando debiera haber estado disfrutando de un merecido retiro por su avanzada edad. El pago que recibió, para verguenza de Francia, fue la persecución y la acusación de traidor y colaborador por parte de los que dejaron el país en la estacada, o de los comunistas franceses que no movieron un dedo por la independencia del país, bendiciendo la llegada de los alemanes aliados de Stalin y que sí reaccionaron a la invasión de la Unión Soviética, su verdadera patria.



El gobierno de Vichy fue totalmente legítimo y la firma del armisticio salvó a Francia, mantuvo la integridad del Imperio y el Mediterráneo libre, lo que facilitó la victoria aliada, como así reconoció el Almirante Leahy.



El proceso y condena a muerte del mariscal fue una vergüenza indigna de cualquier país civilizado o sin civilizar. De hecho se le indultó sin pedirlo y sólo bogó por la revisión de su proceso.



Pero Pétain fue un amigo de España, de la que fue embajador, y por lo que, una vez confinado, seguía recibiendo regalos del Generalísimo, cosa que le honró. Por esa amistad que el Mariscal profesó a España quisiera acabar con las palabras de alguien mucho más capacitado que el que esto escribe, el Nóbel D. Jacinto Benavente, que publicó el artículo titulado Al Dictado, merecedor el premio Mariano de Cavia 1947.




Admirable es siempre la compasión en cualquier sentido que se manifieste, y más cuando acude al reparo de enconadas persecuciones políticas, en donde la Justicia, perdida su serenidad, más puede parecer venganza. La más alta prerrogativa del poder es la clemencia y nunca es agravio a la Justicia la petición de indultos o conmutación de penas. Pero bien estaría que estas peticiones fueran siempre respetuosas y desapasionadas, esto es, sin preferencias. Digo sin preferencias porque en estos tiempos hemos visto que la sensibilidad compasiva sólo se ha manifestado a favor de comunistas y anarquistas, culpables de atentados contra la propiedad o las personas, robos y asesinatos, que no dejan de serlo por disfrazarse de delitos políticos. Cuestión de ideas, dirán algunos: razón para disculpar todos los crímenes. No hay criminal que no tenga su idea. Raskolnikov, el protagonista de "Crimen y castigo", también era hombre de ideas; por la idea de una mejor distribución de la riqueza asesina a la vieja usurera, a quien él considera un ser inútil y pernicioso. Los que asesinan a su mujer, a sus padres o a sus hijos, no hay duda de que también tienen sus ideas respecto a la institución familiar. Lo malo de esta preferente compasión por comunistas y anarquistas es manifestarse en las peticiones de indulto con alharacas amenazadoras de huelgas y de nuevos atentados. En España, siempre con trato de favor en estos casos, hemos tenido sobradas demostraciones de estos movimientos de opinión; desde el famoso asunto de Ferrer, a quien se llegó a levantar una estatua en Bruselas, hasta recientes intromisiones de la misma índole.



Me hallaba yo en parís cuando una mañana al salir a la calle me sorprendió, sobre la desanimación del tránsito callejero, los escaparates de los comercios cerrados y sus puertas entornadas, ver retenes de soldados con ametralladoras apostados en todas calles afluentes a los grandes bulevares. ¿Qué sucedía? Se trataba de la posible ejecución de los famosos anarquistas de Chicago; no recuerdo sus nombres ni hay porqué recordarlos. En el Consulado americano había estallado una bomba; un restaurante americano, situado frente al Consulado, había tenido que cerrar sus puertas y tuvo que cerrarlas definitivamente porque nadie se atrevía a pasar por donde hubiera un establecimiento americano. Sería largo cuento el de manifestaciones parecidas, siempre a favor de comunistas y anarquistas. Por supuesto, nunca faltaban en ellas los pliegos de firmas de los más descollados intelectuales del mundo, acompañamiento obligado de todo barullo revolucionario. Esta vehemencia compasiva a favor de cualquier delincuente que haya tenido la precaución de afiliarse antes a un partido político avanzado contrasta con la insensibilidad, el silencio ante algún caso de flagrante apasionamiento, en la Justicia, en que estaría más justificada la petición de indulto. Sin la disculpable presión del momento, en este caso la más estricta Justicia hubiera pronunciado un fallo absolutorio.



Yo esperaba, no creo haber sido yo solo en esperarlo, un movimiento de opinión, un pliego de firmas de intelectuales, una voz siquiera, algo, en fin, para implorar la clemencia a favor de quien por su limpia historia, por lo que ha sacrificiado y padecido por servir a su patria, por su venerable ancianidad, cuando toda otra consideración se hubiera olvidado, bien merecía algún movimiento de opinión, de esos tan prodigados a favor de cualquier comunista o anarquista.



Aceptar el gobierno en el más doloroso trance de la historia de Francia, bien sabía el mariscal Pétain que era ofrecerse como víctima expiatoria de los errores cometidos por sus antecesores en el Gobierno de Francia. Sólo quien alejado por sus años de manejos políticos parecía limpio de toda culpa podía tener autoridad en aquellos difíciles momentos para encauzar en lo posible la existencia de Francia. ¿Colaboración con el vencedor?¿Podía ser otra cosa?¡Colaboracionismo! lo preciso y nunca más de lo necesario. Muy endurecida, muy embotada tendrá su sensibilidad quien no comprenda la angustiosa situación del noble mariscal, defensor de Verdún en la guerra anterior, al verse obligado a pactar y transigir con el enemigo ahora vencedor. Y, sin duda, en la visión ideal de lo futuro, el mariscal Pétain vislumbraba que en la posible cooperación de Francia con Alemania podía estar la salvación de una Europa en ruinas y con ella de un mundo desquiciado. pero a esta visión ideal se sobreponía en lo humano el sentimiento patriótico, aguzado por la sangrante herida. Hítler deseaba, buscaba la cooperación con Francia; desde el principio de la guerra se advirtió este deseo; conseguido el armisticio, no quiso ensañarse con ella; pero también lo humano se sobrepuso. Era mucho pedir que un pueblo vencido abriera sus brazos al vencedor en plena humillación de la derrota. Para conseguirlo hubiera sido preciso que alguien se olvidara de lo humano por lo divino. A Hítler le faltó el aliento de la divinidad; pudo acercarse a Dios y se contentó con ser hombre. Si con magnanimidad sobrehumana hubiera sido generoso del todo, si sus Ejércitos hubieran salido de Francia dejándola libre de regir sus destinos, sin otra condición que la de no volver a combatir, si la guerra con Inglaterra y los Estados Unidos persistía, los franceses, por compromiso del honor, se hubieran visto obligados a cumplir lo pactado. Y, ¿quién sabe?, si en esa magnanimidad, aún sin proponérselo, no hubiera hallado el maquiavelismo la mayor satisfacción a sus propósitos. Abandonada Francia a su propio gobierno, ella sola se hubiera bastado para destruirse y Hítler hubiera parecido siempre generoso y magnánimo. El mariscal Pétain, ¿qué podía hacer? ¿Quién podrá culparle de antipatriotismo?



No es intromisión en asuntos particulares de Francia, ni a Francia deben extrañarle las intromisiones. ¿No habrá una voz autorizada, jefe de estado o padre de la Cristiandad, una voz siquiera que pida el indulto, la libertad del mariscal Pétain? Francia es la primera que debe agradecerlo. Cuando la Historia pueda recobrar su majestuosa serenidad, cuando hable sin pasión y sin rencores, no creo que sea una página gloriosa de la historia de Francia la condena del mariscal Pétain, el haber permitido que sean las puertas de una prisión las que se abran para dar paso a la Eternidad al defensor de Verdún, al glorioso anciano de limpia historia, de acendrado y doloroso patriotismo.



Yo no sé lo que podrá parecer este artículo a los lectores. Yo sé que obedece a una verdadera obsesión que ha llegado a inquietar mis sueños. Si alguna vez he podido creer que escribía al dictado, nunca como en esta ocasión. Si al dictado lo hubiera escrito, no hay duda para mí de que el dictado llega de muy alto: de donde la Justicia no se confunde con la venganza y la Clemencia está más alta que la Justicia.






Conforme y firmo,






Jacinto BENAVENTE